Quédate con el tenedor
La voz de Martha del otro lado de la línea siempre ponía una sonrisa en la cara del hermano Jim. No sólo era uno de los miembros más antiguos de su congregación, sino también uno de los más fieles. Tía Marti, como la llamaban los niños, parecía exudar fe, esperanza y amor dondequiera estuviese.
Sin embargo, esa vez parecía haber un tono desusado en sus palabras.
- ¿Puede pasar por casa esta tarde, hermano? Necesito hablar con usted.
- Por supuesto. Iré alrededor de las tres, si le parece bien.
Se sentaron frente a frente en la calma de su pequeña sala. Entonces Jim descubrió el motivo de lo que había percibido en la voz de Martha: su médico había descubierto un tumor que, hasta entonces, había pasado inadvertido.
- Dijo que me quedan unos seis meses de vida. - Lo que manifestaba era grave, por cierto, pero lo hacía con una serenidad indefinible.
- Lamento mucho que - Pero antes de que Jim pudiera terminar su frase, ella lo interrumpió:
- No tiene por qué. El Señor ha sido bueno conmigo. He tenido una vida larga y estoy lista para irme. Usted lo sabe.
- Lo sé - susurró Jim, con un gesto reconfortante.
- Pero quería hablar con usted sobre mis funerales. He estado pensando en eso. Quiero dejar indicadas algunas cosas.
Los dos conversaron largo rato en voz baja. Hablaron de los himnos favoritos de Martha, de los pasajes bíblicos que más la habían conmovido a lo largo de sus años y de los momentos que habían compartido, durante los cinco años que Jim llevaba en la Iglesia Central.
Cuando parecían haberlo resuelto todo, tía Marti hizo una pausa para mirarlo, con un chisporroteo en los ojos. Luego añadió:
- Una última cosa, hermano. Cuando me entierren, quiero llevar mi vieja Biblia en una mano y un tenedor en la otra.
- ¿Un tenedor? - Jim creía haberlo oído todo, pero eso lo tomó desprevenido. - ¿Por qué quieren que la entierren con un tenedor?
- Estuve recordando todas las cenas y los banquetes de la iglesia a los que asistí en mis años de vida - explicó ella - . No podría siquiera comenzar a contarlos. Pero hay algo que me ha quedado en la mente.
- "En todas esas reuniones, tan simpáticas, siempre pasaba lo mismo cuando terminábamos de comer. El camarero o la anfitriona pasaban retirando los platos sucios. Entonces, si la cena era de las mejores, se inclinaba por sobre mi hombro y me susurraba: Puedes quedarte con el tenedor. - ¿Sabe lo que eso significa? - ¡Que venía el postre!"
"Y no era un poco de gelatina, un flan o un helado, porque esas cosas se pueden comer sin tenedor. Era un postre de los buenos: torta de chocolate, pastel de cerezas, algo así. Cuando me decían que me quedara con el tenedor era porque aun faltaba lo mejor."
"De eso quiero que se hable en mi velatorio. No está mal que mencionemos los buenos tiempos que pasamos juntos; eso sería bonito. Pero cuando pasen junto a mí cajón, cuando me vean con mi lindo vestido azul, quiero que se miren y se pregunten: -¿Y ese tenedor?"
"Y eso es lo que usted tendrá que decir. Debe explicarles que me quedé con el tenedor porque aún falta lo mejor."
Roger William Thomas