Elogio de la lentitud
Llegamos cada día más rápido a lugares donde estamos menos tiempo. Dedicamos nuestra atención más a movernos que a estar. Además, cuanto más nos movemos, menos nos encontramos.
Entre ronquidos y gemidos, el temible dragón arrastra a gran velocidad sobre caminos de hierro los veinte carros tomados de su cola como si fueran livianas criaturas. El dragón arroja chispas y llamas en la oscuridad del túnel. Pero a pesar de tan violento estruendo, un ser humano con su dedo somete al monstruo a su voluntad.
Así relataba, en 1835, el aristócrata alemán Friedrich von Raumer su primer viaje en tren entre Liverpool y Londres. A partir de esa revolución producida en la historia del transporte, vivimos en una cultura dominada por la convicción de que el destino del hombre es la aceleración ilimitada. Esta idea, tomada del mundo de las máquinas en el que vivimos, es la que nos ha trazado como objetivo central el hacer desaparecer la distancia y el espacio.
La velocidad del mundo actual es la de los motores, no la de los cuerpos. El espacio vehicular reemplazó gradualmente al espacio natural. Autopistas, trenes, aviones y satélites son algunas de las armas a las que recurrimos en nuestra guerra contra el tiempo y la distancia. ¿Por qué nos embarcamos en ese combate? Porque consideramos que tiempo y espacio se oponen al desarrollo de nuestro potencial. Lo lejano nos incomoda y lo que dura, dura demasiado. Estamos convencidos de que el ideal de la actividad humana es el aquí y el ya, concepción que domina nuestra cultura.
Los niños deben apurarse, hay que aprender rápido, la vida toda tiene que ser veloz. La metáfora de la vida es el videoclip. Lo importante es no perder el tiempo. Pero el tiempo ahorrado es usado para adquirir más bienes: al aumentar la aceleración para mejorar la vida, ésta termina amenazada. Actividades como el estudio y la investigación, el prestar atención a los otros, el crecer y envejecer, cultivar las amistades o dedicarse a la creación artística siguen un ritmo opuesto a la velocidad de la economía.
Llegamos cada día más rápido a lugares donde estamos menos tiempo. Dedicamos nuestra atención más a movernos que a estar. Además, cuanto más nos movemos, menos nos encontramos. El tiempo ahorrado se convierte en más actividades, más distancia recorrida. Los modernos medios de transporte hacen que la gente pueda vivir más lejos de su trabajo, es decir que termine viajando más. La aceleración garantiza más congestión.
La naturaleza se resiste a aceptar nuestra convicción de que cuanto más rápido, mejor. Por eso, la velocidad a la que ella se regenera no coincide con la velocidad a la que pretendemos acumular el capital. Como nos resultan lentos los ritmos de crecimiento de los animales y plantas, queremos que las vacas y los pollos, el trigo y el arroz crezcan más rápido: los seleccionamos, los tratamos químicamente, los manipulamos genéticamente. La velocidad se ha convertido en el factor crítico en la destrucción del medio ambiente. En esta carrera entre el tiempo industrial y el tiempo biológico, conseguimos acelerando gastando velozmente el capital de la naturaleza. Movilizando el carbón y el petróleo, logramos someter al tiempo y al espacio, al precio de transformar la riqueza de la tierra en velocidad de los vehículos.
La velocidad confiere al hombre sensación de poder, pero al mismo tiempo lo convierte en víctima. Como afirma C.S. Lewis: "Cada poder ganado por el hombre es, a la vez, un poder sobre el hombre". El poder que obtenemos hoy a través de la velocidad dejará inermes a las generaciones venideras, que heredarán una tierra sin reservas y convertida en un basurero, porque los mecanismos naturales no pueden neutralizar esta agresión. Asimismo, la actual casta veloz acelera su vida a expensas del bienestar de una gran parte de la población mundial, porque la vida rápida no solo es ecológicamente insostenible. También es socialmente injusta.
Tal vez sea oportuno detenerse a considerar si es cierto que cuanto más rápido mejor, como acaban de hacerlo destacados pensadores reunidos en Amstedam. La velocidad, ¿enriquece nuestras vidas? Cada día tenemos más máquinas para ahorrar más tiempo; pero, paradójicamente, cada vez sentimos más presión y estamos más abrumados por la falta de tiempo.
¿Habrá llegado el momento de introducir en la vida del hombre un enlentecimiento selectivo? Así como la sociedad asentada de finales del siglo XIX pasado veía en la aceleración la promesa de un futuro brillante, la de nuestro siglo comienza a percibir olvidadas ventajas de la lentitud. Algunos se animan a afirmar que el progreso no siempre equivale a vencer la resistencia a la duración y la distancia a cualquier precio. Incorporar a nuestras vidas algún espacio para lo lento no sólo es hermoso. También es razonable, y hasta moderno.
Guillermo Jaim Etcheverry